Durante mi primer año en la escuela intermedia, las niñas se burlaban de mí y me escupían en el pasillo de la escuela. No se me ocurrió contárselo a mis padres o a algún maestro. Finalmente, cuando un grupo de niñas amenazó con golpearme en el autolavado al día siguiente, se lo conté a mi hermano mayor, quien se lo informó a mis padres. Mi padre buscó el número de la acosadora principal en la guía telefónica y le dijo a su padre que detuviese a su hija o llamaría a la policía. Funcionó.

Veinte años después, cuando mi hijastro de 11 años, a quien llamaré Josh, llegó a casa con la muñeca torcida y una herida en la cabeza como resultado de acoso, las cosas no parecían tan sencillas. Somos una familia contemporánea con todas las de la ley que incluye a tres padres cuyos estilos de crianza resultan radicalmente distintos. Además, todos estábamos ocupados trabajando y criando a otros niños. ¿Quién tenía tiempo para detenerse, averiguar lo que estaba pasando, buscar soluciones, decidir qué hacer, llamar a la escuela y solicitar que se tomasen medidas? Josh estaba comenzando sexto grado en una nueva escuela, así que no conocíamos a nadie. Cada noche, mientras escuchábamos sus historias de cómo era insultado y agredido en los pasillos, nos preguntábamos: ¿esto es normal hoy en día?

¿Cómo se define el acoso?

Desde mi época como víctima de acoso, han surgido campañas, libros, expertos en acoso, documentales y miles de historias desgarradoras sobre niños cuyo acoso se decía haber desencadenado consecuencias terribles: suicidio, enfermedades mentales y encarcelamiento. Sin embargo, el hecho más triste radica en que la definición de acoso sigue estando, en cierta forma, sujeta a debate.

“Todos estamos en contra del acoso hasta el momento en que debemos definirlo”, escribe la experta en acoso Deborah Temkin (enlace en inglés). “La línea divisoria entre conflictos “normales” de niños, bromas y acoso es muy delgada y está sujeta a un cambio constante”.

Existen distintas definiciones de acoso, pero la más citada es atribuida a Dan Olweus, un profesor noruego de psicología que comenzó a estudiar el acoso en la década de 1970 (enlace en inglés). Define el acoso como “verse expuesto, repetida y regularmente, a acciones negativas por parte de una o más personas, mostrando dificultad para defenderse”. Olweus descubrió que el abuso constante es lo que realmente afecta a los niños. Sin embargo, Temkin desaconseja las definiciones estrictas. “En el ámbito del acoso, al igual que en cualquier violación de los derechos humanos, desestimar el trauma reportado por una persona en base a criterios demasiado estrictos puede producir mayores daños”. En otras palabras, lo que importa es la experiencia del niño.

La agresión física y verbal

Teniendo en cuenta mi experiencia personal de haber enfrentado a una multitud de miradas maliciosas en los pasillos de mi escuela intermedia, quizá pienses que tuve la lucidez mental para actuar de forma proactiva en el caso de Josh. Sin embargo, dudé. Josh había estado muy emocionado por comenzar la escuela intermedia, tan emocionado que el primer sábado tras comenzar clases se sintió decepcionado de quedarse en casa. Sin embargo, luego comenzó a llegar a casa con heridas causadas por otros niños en la cancha de baloncesto durante el almuerzo. Decía que los niños lo insultaban y, al final del receso, encontraba notas en su espalda que decían: “patéame” o “perdedor”. Tras ser bombardeado con frutas en la cafetería, comenzó a almorzar solo en el pasillo. Durante la tercera semana de la escuela, Josh llegó a casa con el pie fracturado. Dijo que se había caído por las escaleras, pero su madre sospechaba que había sido empujado. Posteriormente, Josh nos contó que los niños intentaban pisar su pie fracturado o decían: “cuando sane ese, te romperé el otro”.

Como la mayoría de quienes vivimos en esta era del internet, tan obsesionada con el conocimiento, intenté combatir mi miedo con información. Aprendí que en lugar de enfocarme en cómo castigar a los acosadores, debía encontrar la manera de ayudar a Josh y entender lo que la escuela podía y no podía hacer. Me enteré que las escuelas no pueden revelar las medidas que toman con los otros niños involucrados y que debíamos ayudar a Josh a involucrarse en actividades donde se sintiese seguro y pudiese hacer nuevos amigos.

Intentamos seguir dichas indicaciones. La madre de Josh lo inscribió en artes marciales para que desarrollara seguridad en sí mismo y aprendiera defensa personal. En cuanto se recuperó del pie, comenzó a practicar fútbol otra vez. Le conté a Josh sobre mis experiencias con el acoso. En ocasiones, parecía feliz de saber que no era el único. Pero en otras decía que debía haber algo malo en él. Pude observar cómo la seguridad en sí mismo se deterioraba a medida que el abuso acrecentaba sus dudas.

De acuerdo con las estadísticas, aproximadamente un 77 por ciento de estudiantes han sido acosados física o verbalmente (enlace en inglés). Sin embargo, era difícil definir si se habían ensañado con Josh, si estaba exagerando o si dicha conducta agresiva era normal en los chicos de sexto grado.

¿Por qué yo?

Debido a que era un niño sensible, inteligente, apuesto y que siempre había sido un poco más alto que sus compañeros, Josh solía mostrarse tímido ante otros niños. A menudo pedía consejos sobre cómo sentirse. En ocasiones, parecía juntarse con niños que lo trataban mal, esperando una aceptación que jamás llegaría. Me preguntaba si Josh se sentía demasiado cómodo en el papel de víctima. Una parte de mí estaba molesta con él por ser acosado y me preguntaba a mí misma por qué no se limitaba a defenderse. “Yo sobreviví al acoso”, pensaba yo, y entonces me sentía culpable. Incluso si una mínima parte de lo que nos contaba era cierto, resultaba terrible.

Hoy en día, sé que algunos niños son más propensos a ser víctimas de acoso. Dichas víctimas de acoso suelen presentar altos niveles de inseguridad, depresión, ansiedad y baja autoestima (sentimientos que observé en Josh), pero resulta casi imposible determinar si dichos sentimientos son la causa o el efecto del acoso. La ironía yace en que los acosadores suelen experimentar las mismas emociones y un 20 por ciento de víctimas de acoso también acosan a otras personas. Como es de esperarse, dichos agresores/víctimas exhiben altos índices de depresión (enlace en inglés) y ansiedad.

El deseo de que el acoso desaparezca

Los padres de Josh llamaron al director, subdirector y orientador en repetidas ocasiones, pero les tomó semanas para que atendiesen sus llamadas y programaran reuniones. Un día, la madre de Josh se presentó sin aviso en la oficina del orientador para descubrir que, el día anterior, este no había hecho más que colocar a Josh y al niño que le había dejado un ojo morado en mediación, pidiéndoles que se disculpasen el uno con el otro (una táctica fundamentada en el noble enfoque de “nadie tiene la culpa”, pero que no logró otra cosa que desmoralizar más a Josh). Josh comenzó a almorzar con un grupo de estudiantes de octavo grado, les hacía las tareas y les daba su almuerzo a cambio de protección.

Una tarde, en la cocina, Josh describió haber estado en el piso del pasillo recibiendo una lluvia de patadas mientras otros niños se limitaban a observar. Llamamos al subdirector, quien se disculpó, pero alegó no poseer grabaciones de la golpiza en las cámaras de seguridad y los demás niños no corroboraron la historia de Josh. Según las estadísticas, más de la mitad de las veces, el acoso se detiene si otro niño interviene (enlace en inglés), pero nadie alzó la voz para ayudar a Josh.

Nosotros tampoco éramos de mucha ayuda. Me sentía molesta con el padre de Josh (mi pareja) por no hacer suficiente. Debido a que no era su madre biológica, no tenía la potestad legal para llamar a la escuela. Como madrastra, también sentía que debía ceder el control a los padres biológicos de Josh. Todos nos sentíamos molestos con la escuela y la frustración afectaba nuestra relación. ¿Debíamos amenazar a aquellos niños, decirle a Josh que luchase, ir a la policía? Tras un largo día de trabajo y crianza, llenos de preocupación, mi pareja y yo comparamos ideas, decidimos a quién llamar y qué solicitar. En el fondo, solo queríamos que todo desapareciese. Además, nos sentíamos como unos malos padres. ¿Habíamos criado mal a Josh? ¿Por qué parecía ser el saco de boxeo de todos los demás? Cada mañana, sentíamos que lo enviábamos al campo de guerra sin protección alguna.

Un día, Josh dijo que un chico llamado Omar lo había tumbado y había comenzado a golpearlo y patearlo en la cara y el cuerpo. Un grupo de niños se aglomeró y comenzó a gritarle a Omar, animándole de forma agresiva. “Tenía miedo de defenderme y ser expulsado”, me contó Josh. Al día siguiente, me contó que fantaseaba con apuñalar a sus acosadores.

Con casi 6 pies de altura, Josh era mucho más alto que aquellos niños. A pesar de que sabía cuán contradictorio resultaba con cada consejo profesional que había leído, le dije que se defendiese. Tenía miedo, miedo de que resultase lastimado, pero me asustaba aún más lo que Josh comenzaba a internalizar sobre su persona. Me preguntaba si era feo o estúpido, y cuando le decía que no, me preguntaba por qué todos los niños decían eso. Cuando Emily Bazelon, autora de Sticks and Stones: Defeating the Culture of Bullying and Rediscovering the Power of Character and Empathy, entrevistó a adultos que habían sido víctimas de acoso, descubrió que sus experiencias seguían siendo crudas y dolorosas, incluso años después. Yo no quería que Josh tuviera tales recuerdos.

A principios de marzo, un niño golpeó a Josh en el rostro durante la clase de gimnasia. El maestro separó a los niños y les ordenó que siguiesen “jugando”. En lugar de ello, el chico volvió a golpear a Josh. La escuela expulsó al chico (quien tenía un historial de violencia y claramente necesitaba ayuda) de la clase de Josh. El subdirector y orientador se reunieron con Josh, desarrollaron planes de seguridad y lugares donde podía almorzar, pero el abuso físico y verbal continuó. Dos semanas después, dos amigos del chico expulsado acorralaron a Josh en las escaleras y lo agredieron.

Finalmente, estaba harta. Me senté y diseñé una línea de tiempo de todo el abuso que Josh había experimentado desde septiembre y nuestros intentos por obtener apoyo de la escuela. Le envié la lista a la madre de Josh, quien agregó más detalles. El padre de Josh presentó un reporte oficial a la policía en contra del acosador principal de Josh, le envió la línea de tiempo por correo electrónico al superintendente escolar y retiró a Josh de la escuela en base a las agresiones físicas. Finalmente, nos habíamos unido como un equipo con el único objetivo de proteger a Josh. Nos reunimos con el superintendente, quien estaba atónito ante el abuso y la falta de medidas que habíamos descrito, y solicitamos una transferencia de emergencia por motivos de seguridad a una nueva escuela intermedia, la cual fue concedida.

Lecciones aprendidas

Dos años después, me siento avergonzada de lo mucho que me tomó abordar el abuso con seriedad, involucrar a la policía y retirar a Josh de aquella escuela. Aprendimos que cada escuela tiene asignado a un oficial de policía y que dichos oficiales existen para prestar su ayuda en tales situaciones. Nuestro miedo a la autoridad, las dudas de que Josh estuviese mintiendo o debiese aprender a ser fuerte y la falta de conocimiento sobre su vida escolar contribuyeron por igual a nuestra tardanza. Esperamos demasiado para intervenir y permitimos que nuestras propias inseguridades, mala comunicación y confusión se volviesen un obstáculo.

Ahora sé que la experiencia de Josh es atípica. Hoy en día, muchas escuelas cuentan con sistemas y regulaciones que exigen medidas inmediatas, sobre todo cuando el acoso es físico. Los legisladores nacionales y locales han promulgado leyes, generalmente mediante el código educativo, para proteger a los niños. En general, el acoso en persona parece estar en declive, aunque otras formas de abuso, como el acoso cibernético, podrían estar en aumento (enlace en inglés). La experiencia de Josh nos ha cambiado a todos. Intento escuchar a Josh y sus experiencias sin juzgarlo, y ahora, tras recibir el visto bueno de su padre, tengo la potestad para intervenir por el bien de Josh. Josh, quien ahora mide 6 pies 3 pulgadas y pesa 200 libras, acaba de finalizar el último año en su nueva escuela intermedia y se encuentra emocionado por comenzar la secundaria el año próximo. Por supuesto, los chicos irrespetuosos y abusivos no han desaparecido de la vida de Josh. La semana pasada, nos contó sobre un niño que se burlaba de él, haciendo comentarios obscenos sobre lo que a Josh y a su amigo les gustaba hacerse el uno al otro.

El amigo de Josh le pidió que se “encargara de la situación”. Josh le dijo al burlón que se callara, pero el chico tomó represalias físicas.

“Me golpeaba en el estómago, pero no me dolía, pues el chico era diminuto”, dijo Josh.

“¿Qué hiciste?”, le pregunté.

“Le dije que se detuviese, pero como no lo hizo, lo golpeé detrás de la cabeza con fuerza moderada, pero de todas formas cayó de espaldas”, dijo Josh.

“¡Jamás golpees a alguien en la cabeza!”, exclamé horrorizada, percatándome de que instarlo a que se defendiera, en combinación con el ejemplo proporcionado por un amigo cuestionable, pudo haber conducido a aquel incidente.

“¡Pudiste haberlo matado! Debiste actuar a la defensiva”.

Josh me dio una mirada afligida y se marchó hecho una furia.

La importancia de una buena comunicación

Su padre le vio marcharse y entonces se volvió hacia mí: “Si reaccionas de esa forma, dejará de confiarnos sus problemas” (enlace en inglés).

Busqué a Josh y lo encontré sentado sobre su cama.

“Lo siento”, le dije. “Me asusté mucho cuando me dijiste que habías golpeado al chico detrás de la cabeza. Me imaginé lo peor”.

“Todos me aconsejan cosas distintas”, respondió Josh. “Le dije que se detuviera. Si huía, todos se hubieran burlado de mí, pues lo superaba por más de un pie de altura”.

Las acciones de Josh me hicieron sentir nerviosa. La conducta físicamente agresiva me preocupó y no quería que Josh se sintiera cómodo recurriendo a la violencia. ¿Era esto lo que Josh había aprendido al ser acosado? Quería controlar la experiencia escolar de Josh: eliminar la maldad y asegurarme de que todo fuera paz y felicidad. Sin embargo, incluso yo misma sé que no estoy siendo realista. Podría decirle a Josh que jamás vuelva a recurrir a la violencia, ¿pero realmente sería la respuesta adecuada para él? No lo sé. Y esa no es mi batalla. La vida de Josh estará llena de decisiones tan difíciles como aquella que describió.

“Es muy difícil decidir qué hacer en una situación así. ¿Crees que tomaste la decisión correcta?”.

“Sí”, respondió.

Respiré profundo… y guardé silencio. En la vida real, la crianza es complicada y no sigue al pie de la letra lo que dicen los libros. No quiero que Josh aprenda a proteger su honor mediante la violencia. Sin embargo, esta es su experiencia, no la mía. ¿Acaso mi trabajo no es ayudarle a evaluar las opciones, tomar una decisión y asumir las consecuencias por sí mismo?

Translated by: SpanishWithStyle.com